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La charla con el mulero que cambio mi forma de ver la familia.

  • Por: Sam - El budista
  • 30 ene 2017
  • 4 Min. de lectura

llegada a Barranquilla. 6:40 a.m.

Era la primera vez que viajaba muliando y la situación era esta: “parce, con usted es más difícil porque es hombre. Quizá hasta nos lleve 3 días llegar hasta Cartagena.” Eso era lo que me decía la persona con la que viajaba, ese era su “positivo” pronostico del viaje. Habíamos salido a las 11:30 de casa, eran casi las 7 de la noche y apenas estábamos a unas pocas horas del sitio donde habíamos empezado. Nos estaba tomando el doble de tiempo. El pronóstico al parecer era cierto. “Yo creo que nos va tocar colgarnos si se hace más tarde” añadió en medio de la espera mi compañera.


Interior de la cabina de la mula y brazo del chofer. LOL

Unos minutos más tarde, sin embargo, una mula se detuvo y nos subió. ¿para dónde van? Hizo la típica pregunta con la que te reciben apenas abres la puerta. “vamos para Barranquilla” – respondimos muy entusiasmados. Dio la casualidad de que el tipo iba también para barranquilla, así que nos iba hacer un directazo. Lo que anulaba por completo el horrible pronóstico de que íbamos a tardar días en llegar, al parecer nos tomaría de un día para otro llegar hasta nuestro destino. En esta mula fuimos bien recibidos; el conductor nos ofreció algo de pan y Coca Cola. Íbamos en cabina con aire acondicionado y además nos ofrecieron unos cigarros. Parecía que no podía ser mejor. No obstante, resulto que el conductor viajaba en compañía de otro mulero que también iba a descargar a barranquilla. Hicimos una parada antes de salir del pueblo y los dos choferes se reunieron con el fin de cuadrar la ruta, el tiempo y otras vainas de muleros. Al final acordaron que sería mejor para ambos si yo me iba en una mula y mi compañera en la otra.


Ya en la cabina de la otra mula, el chofer pregunta mi nombre, y con esto comienza una especie de interrogatorio mutuo. Esta era mi parte menos favorita de viajar de esta forma, en los trasportes anteriores en los que nos habíamos subido era ella quien hablaba y yo tan solo me limitaba a afirmar con la cabeza y dar respuestas cortas. Ahora, debía ser yo quien respondiera al interrogatorio. Al principio me costaba responder muy abiertamente a las preguntas, seguía con mis respuestas cortas e intentaba llevar a cabo mi papel de interrogador tal cual lo había hecho antes mi compañera. Pero, con el tiempo fui ganando confianza, me expresaba de una forma más honesta y las preguntas que yo hacía también respondían más a mis propios intereses que a seguir un repertorio de aburridas preguntas. La conversación fue tomando más consistencia y se veía más como una charla real que como lo yo pensaba que sería. Tocamos temas como el cine, literatura, gastronomía y política. Pero sobre todo hablamos de la familia.


Intercambiamos nuestros puntos de vista de una forma bastante civilizada y respetuosa. Cada uno tan solo exponía lo que pensaba sin intención alguna de hacer que el otro cambiara de opinión. Sin embargo, hubo una pregunta que se quedó en mi cabeza dando vueltas durante, no solo la semana que estuve de viaje, sino después también. ¿Qué es la familia? Esta era la pregunta de la que se desprendían unas y otras interrogantes. Era el núcleo de la tertulia nocturna en la que me encontraba.


Después de horas explicándome lo que para él representaba la familia, fue mi turno. Para él la familia era una especie de combustible, era lo que lo motivaba a seguir adelante. Era eso que le daba sentido a la vida. “A mi cosa que me de alegría es llegar a mi casa y verla llena de gente, feliz, hablando, compartiendo.” Me decía con un entusiasmo hasta gracioso. Cosa que es totalmente contraria en mi caso. A mí nunca me gustaron las familias numerosas y aunque hago parte de dos familias bastante grandes, se muy poco en lo que a ellas respecta. Las visito una o dos veces por año e incluso una vez cada tres años o hasta más. Mi núcleo familiar actualmente se conforma por mis dos hermanas y mi sobrino. Cosa que no siempre fue así y que cambió drásticamente en varias ocasiones. Siendo quizá la causa de mi desapego por una familia unida y consistente, por el típico estereotipo de la familia que es bien vista. La típica familia conformada por papá y mamá, hermanos, abuelos y hasta una linda mascota. La forma en la que yo me relacionaba con el concepto de familia no podía ser ese, mientras el proceso por el que mi familia había pasado rompía los esquemas de una familia “normal” para la sociedad. En el principio claramente había sido una familia tal cual la imaginamos. Un padre que trabaja, una madre que se queda en casa y cuida de sus hijos y quizá, si mal no recuerdo, una linda mascota.


Era el proceso de cambio por el cual había pasado, lo que no me permitía ver la familia como él la veía. Sumándole el hecho de que día a día veía menos razones para tener hijos, pues paulatinamente la idea que había tenido tiempo antes de tener trillizos y una esposa feliz se había ido apagando y siendo remplazada por el deseo de operarme para dicho fin. Para no formar una nueva familia. Cosa que no ha cambiado mucho, pero digamos que ahora puedo ver a mi familia, al menos mis hermanas y sobrino, como tal. Verlos como una familia. Mi familia. Pues, en cualquier caso, tuve la dicha de nacer en el seno de una familia, mis padres no me abandonaron, al menos de niño, y mis hermanas me siguieron mostrando el calor familiar del que mucha gente habla con tanto fervor. Me siguieron mostrando porque las familias siguen siendo el pilar o núcleo de las sociedades que forman civilizaciones y naciones enteras. Y de momento sigue siendo una de las herramientas que me ayudan a romper con el ego, que nos hace creer que estamos solos en este mundo. Que rompe con el concepto de individualidad, y que además son para mí un ejemplo claro de compasión.


 
 
 

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